El misterio de una pistola

Nadie nunca pensaría lo que podría contarse de un arma, escondida en un tejado de un granero. Esta historia sólo es una parte del recorrido de una pistola en tiempos de guerra.

            Eran las ocho de la mañana, hoy miércoles comenzaban las obras de remodelación del pequeño granero de propiedad de Andrés. Hacía un mes que él, con su mujer, Lola, se habían comprado un caserío cerca de la pequeña ciudad de Mairena de Alcor. La finca era bastante grande y contenía un pequeño granero, la casa de campo, un pozo de agua y un terreno de unas cuantas millas alrededor. Andrés era un empresario de mediana edad, su negocio era vendedor de coches de segunda mano. Sus ojos azules como también su rostro obligaban a pensar que sus raíces provenían de familia gitana. Una de sus aficiones, era coleccionar fotografías, que él mismo hacía, de iglesias donde había estado. Su mujer Lola, era una joven morena, de treinta y tres años asturiana, de ojos claros nacida en Gijón. Se conocieron en la ciudad de Granada, cuando estaban estudiando en la universidad. Hacía pocos meses, habían celebrado su boda en la capital de Andalucía, por ser la ciudad natal de la familia de Andrés.

            El día anterior había llovido, pero este miércoles anunciaron por televisión, que se avecinaba un buen tiempo durante unos días y aprovecharon las circunstancias para comenzar a trabajar. Empezaron a desmontar el tejado del granero que estaba muy deteriorado para poner uno nuevo. Javier y Antonio ayudaban con su experiencia de albañilería, en los arreglos y reformas de la finca. Ellos dos eran compañeros y amigos de Andrés desde que tenían nueve años. Su amistad era tan arraigada y cercana que para ellos era uno más de la familia. Cuando eran jóvenes formaron un grupo de flamenco llamado “El remolino blanco” y fueron bastante conocidos en la ciudad de Sevilla. Los tres amigos, estaban sacando las tejas acanaladas de un lado del tejado, cuando de repente uno de ellos encontró una pistola escondida debajo de las tejas.

―¡Antonio!―gritó sorprendido.―Mira que he encontrado.

            Javier levantó la pistola enseñándoles el arma y se acercó a sus dos compañeros que en ese momento pararon de trabajar.

―Joder ¿Había una pistola escondida?―asombrado preguntó Andrés.

―Sí.

―Déjamela ver―dijo Andrés quitándosela de las manos.―Está oxidada y parece muy vieja. Curioso, nunca me hubiera imaginado encontrar un arma en el tejado del granero.

―A ver, Andrés.―dijo Antonio.

―Tendrás de avisar a la Guardia civil para que se la lleven―dijo Javier con un pañuelo fregándose el sudor.

―¿Y eso porque?―preguntó Andrés.

―Bueno es lo que se hace en estos casos.

―No vale la pena, es muy vieja. Yo me la quedaría de recuerdo―mirándola Antonio.

―Voy a dejarla en casa―dijo Andrés bajando por el andamio.

            Andrés de un salto de media altura, agarrando el arma, se dirigió hasta su casa. Mientras iba andando la estuvo mirando de arriba a abajo. No sabía qué hacer. Llamar a la policía o hacer caso a Antonio quedándosela como recuerdo. A él le intrigaba saber de quién podría ser y qué historia había detrás. Entró dentro el caserío y se encontró con su mujer preparando el almuerzo.

―¡Mira qué nos hemos encontrado en el tejado del granero!―dijo Andrés cuando vio a su mujer Lola.

―¿Una pistola?―sorprendida dejó de cortar cebolla.―Qué curioso, pero es muy vieja y está oxidada.

―Sí, está hecha polvo.

―¿Que vas hacer con ella?

―No lo sé. Javier dice que tendría de llamar a la Guardia civil y Antonio dice que me la quede como recuerdo.

―¿Llama a la policía no?

―Nos la podíamos quedar como recuerdo.

―No. Llama a la Guardia civil, cariño.

―De acuerdo.

            Andrés hizo caso a su mujer y llamó a la Guardia Civil. Les contó el curioso hallazgo y le dijeron que en veinte minutos vendría una patrulla a recoger el arma.  Mientras tanto fue hasta el granero a decirles a sus dos amigos que parasen para desayunar un poco. Bajando por el andamio y los tres fueron a la casa a comer. Andrés les contó que había llamado a la policía y que vendría en un rato. Se sentaron alrededor de la mesa de la cocina y Lola puso encima el embutido y los quesos junto con el pan. Comenzaron a desayunar y más tarde apareció la Guardia Civil llamando a la puerta; Andrés les abrió.

―Buenos días, que aproveche señores―dijeron los agentes.

―Gracias.

―Miren este es el arma.

Uno de los dos agentes cogió el arma y con fuerza abrió el tambor y dijo:

―Esta pistola debe tener sus años. Aun, puede apreciarse un poco el número de serie. Muchas gracias por llamarnos―dijo agradecido el Capitán.

―De nada. ¿Podrán averiguar de quién era?

―Bueno, miraremos a ver qué nos dice el número de serie para saber la edad. Y con mucha suerte podremos saber un poco de la historia del arma. Supongo que durante la guerra civil la escondieron en el tejado del granero.

―Es curioso―sorprendida Lola.

―Sí, a veces se encuentran armas en lugares insólitos, piensen que hace solo ochenta años que acabó la guerra civil en España.

―Realmente la escondieron por alguna razón―dijo comiendo Javier.

            Lola quiso invitar a un café a los dos policías, pero les dijeron que estaban de servicio y en ese momento no podían. Agradeciendo la amabilidad de la señora, se despidieron subiéndose al vehículo.

            Los dos agentes llegaron a la comisaría de Mairena de Alcor y, una vez allí uno de ellos investigó el número de serie para saber la marca de la pistola y el año que posiblemente fue fabricada. Y descubrió que pertenecía al ejército de los nacionales durante la guerra civil.

            Pasaron dos días y Andrés y sus dos amigos albañiles, acabaron de poner el nuevo tejado del granero. Eran las dos del medio día y ellos con Lola estaban almorzando dentro la cocina. Ese día hacía un sol esplendido, con un calor propio de verano aunque fuera primavera.

            En ese momento llamaron al timbre y Andrés se levantó de la mesa y un poco ligero abrió la puerta.

―Hola―dijo Andrés en ver a ese señor.

―Hola, buenas tardes. Mi nombre es Fernando Aguilar Torres. Y venía para conocer a los nuevos propietarios de la casa y explicarles un asunto bastante espinoso de hace mucho tiempo.

―Encantado señor Fernando, ¿Quiere pasar?

―Se lo agradezco.

            Andrés hizo pasar ese hombre mayor que aparentaba unos ochenta años. Iba con una boina color marrón y se ayudaba con un bastón para andar. Realmente vestía como un campesino tradicional, con camisa de cuadros y pantalones de pana. Andrés le invitó a entrar hasta la cocina y Lola amablemente le ofreció una silla a un lado de la mesa.

―Buenas tardes señores, creo que he llegado en un momento un poco inoportuno. ¿Están comiendo aún?

―No, hemos acabado ahora mismo. No se preocupe señor―dijo Javier.

―¿De dónde es usted?―preguntó Andrés.

―Vivo a dos kilómetros de aquí. Quería conocer a los nuevos propietarios del caserío y explicarles algo un tanto difícil.

―¿Y qué es tan difícil de explicar, señor Fernando?

―Es una historia que pasó hace sesenta años cuando aún era joven y tenía unos veinte años.

            Andrés y sus dos amigos con Lola se sentaron al lado de Fernando y con curiosidad pidieron que explicara la historia.

―Miren, esto fue el año 1939, cuando el uno de abril había terminado la guerra civil en España…

―Hemos ganado la guerra. ¡Viva España!―gritaba un soldado nacional con sus compañeros de batalla.

―Yo volveré a Sevilla a la casa de campo de mis padres. En Barcelona ya hemos terminado, voy a preguntar si me puedo ir.

―Claro Fernando. Esto ya está, que tengas suerte.

            Después de una semana cogí mis cosas y regresé a mi ciudad natal. Montado en un camión como un paquete, pasé por Castellón, Valencia, Alicante, Murcia hasta llegar a Granada donde nos quedamos unos días. Allí conocí a varios militares que buscaban traidores a Franco y a la España Nacional para fusilarlos. No entendía por qué, la guerra ya había acabado y pensaba que no era necesario matar a más gente. Me sentía triste al ver los acontecimientos que se producían. Realmente mataban a gente que para mi parecer eran neutrales o sea que eran de una tercera España. No eran republicanos ni anarquistas, era gente que no se había relacionado nunca con ningún bando. Pero si los defendía podían fusilarme sin contemplaciones. Cada día fusilaban a alguien, no solo hombres sino también a mujeres y chavales muy jóvenes. Uno de estos carniceros era el capitán Adolfo Rato y, a mi juicio, estaba muy mal de la cabeza. Le acompañaban un pequeño regimiento de soldados que cumplían sus órdenes.

            En Granada sin perder de vista el camión que me conduciría a mi casa. Me hice amigo de un granadino que se llamaba Juan Martínez. Él me explicó cómo hacía una semana habían fusilado a más de cien personas. Y que en Sevilla era algo peor. No sé porqué me hice amigo de Martínez y comíamos juntos y reíamos de cualquier chorrada.

            Por fin el conductor del camión apareció y nos subimos una mañana muy temprano y cuando estuve montado en la parte de atrás vi a mi amigo Martínez. Lo habían fusilado. No podía explicarme porqué, pero cuando contemplé su cuerpo pensé―Que descanse en paz.

            Con tres horas de viaje llegamos cerca de Sevilla en mi pueblo llamado Mairena de Alcor, donde bajé y me despedí de mis compañeros.

―¡Adiós Fernando! ¡Qué te vaya bien!

―Adiós compañeros, que tengáis suerte.

            Nada más bajar fui a dar una vuelta por el pueblo esperando encontrar algún amigo de la infancia o algún conocido de la familia y, pasear por las antiguas calles del pueblo. Y me topé con un amigo, que desde el comienzo de la guerra no había visto.

―¡Hola Vicente!

―!Fernando!

            Nos abrazamos como si fuera la última vez, casi llorando.

―Estás vivo Vicente, que alegría en verte―alegremente Fernando apoyó su mano en su hombro.

―He tenido suerte, a muchos de los que conocía se los llevaron a Sevilla y a algunos los mataron y otros los han encarcelado por ser sospechosos de ser anarquistas o rojos.

―Realmente están cogiendo a gente que no tiene nada que ver con los enemigos de España. Para mí, son gente neutral.

―Sí, pero por cualquier duda te detienen―con cara de asustado.

―¿Quién es el comandante qué está detrás de estas detenciones?

―El general Mola.

―Joder, de verdad, que están mal de la cabeza. Luché por España pero la guerra ha terminado. No estoy de acuerdo con lo qué está pasando.

―¿Irás a casa de tus padres?

―Sí, ¿quieres venir?―le preguntó acogiéndole como un hermano.

―No, tengo un poco de prisa, he de llegar al cuartel de la Guardia civil.

―De acuerdo Vicente, ya nos veremos.

―Adiós Fernando.

            Despidiéndome de Vicente fui caminando hasta la casa de campo de mi familia que estaba a unos dos kilómetros de Mairena de Alcor. Por el camino de carro encontré alguna víctima al lado del camino muerto, supongo por los nacionales. Andando sin prisa con la mochila, llegué hasta la vivienda de mi familia. Nada más llegar, cuando me vieron mis padres nos abrazamos con todas nuestras fuerzas, lloramos juntos y agradecíamos a Dios que nos volvíamos a ver. Entrando en la casa dejé mi rifle y me senté a hablar con mis padres…

…Nos reunimos en la cocina como ahora estamos nosotros…

―O sea ¿Esta casa, le pertenecía a usted, señor Fernando?―preguntó Andrés.

―Sí, era de mi familia. Pero hace unos años yo y mi hermano la vendimos porque que ya teníamos casa y no nos dedicábamos a trabajar el campo. El dinero de la venta nos lo partimos y ahora lo están disfrutando nuestros nietos.

―¿Pero su casa es cómo esta?―preguntó Lola interesada.

―Más o menos.

―Pero la historia que decía usted tan espinosa, señor Fernando. ¿Es esta?―preguntó Javier interesado.

―Sí, pero aun no he terminado.

―Sabe que en el tejado del granero nos encontramos una pistola―dijo Lola sentándose a su lado.

―Esa pistola era del capitán Adolfo Rato―dijo seriamente Fernando.

―¿Éste era el capitán que encontró en Granada?

―Sí, el mismo. Ahora que saben un poco del comienzo de esta historia ¿Podrían llamar a la Guardia civil?

―¿Por qué? No tiene que preocuparse la pistola no era suya―dijo Javier.

―Bueno digamos que la historia se complica un poco. Llámenlos por favor.

―Claro, señor Fernando―dijo Andrés levantándose.―Ahora les llamó.

            Andrés llamó a la policía y esperando su llegada invitaron a un café a Fernando, que con la mano iba estriñendo el puño un poco nervioso. Y haciendo tiempo, pasados veinte minutos, llegó la Guardia Civil.

―Buenas tardes señores―dijeron los agentes rurales.

―Muy buenas―dijo Andrés dándoles la mano.

―Hola señor Fernando, ¿Cómo se encuentra?―preguntó uno de los agentes de policía que lo conocía.

―Bien, Capitán Jesús. Les estaba explicando mi historia de militar en la guerra civil.

―Claro, señor. Cuantas veces habré oído sin querer su historia.

―Es verdad. Pero hoy les explicaré algo que solo sabíamos yo, mi hermano y mis padres. Que en paz descansen.

―¿Quieren un café señores?

―Claro, sí no es molestia―dijeron los policías agradecidos.

―Será un placer―levantándose Lola preparó los cafés.

            Jesús el Capitán de la Guardia Civil, se sentó al lado de Fernando y le cogió de la mano diciéndole que estuviera tranquilo. Esperó que se tomaran el café y cuando acabaron continuó la historia donde la había dejado.

…Pues pasaron los días y como por arte de magia apareció mi hermano que estuvo en el frente en Zaragoza con los nacionales. Pero él vino vestido de paisano y al verle sin uniforme lo siguieron hasta nuestra casa.

            En ese momento aparecieron dos soldados. Uno de ellos era el Capitán Adolfo Rato, que conocí al momento recordando la ciudad de Granada y le acompañaba un joven. Los dos entraron en la casa empuñando un rifle, diciendo que mi hermano era un anarquista escondido desde hacía mucho tiempo. En realidad los dos soldados estaban tan locos y obsesionados que dispararon hacia el techo para detener a mi hermano.

            Benítez, mi hermano, era un joven ágil, pero se dejó coger por miedo a que les hicieran daño a nuestros padres. En ese momento cuando lo cogieron para llevárselo fuera de la casa y matarlo. Le cogió la pistola a Adolfo Rato y de un disparo mató al joven que acompañaba el Capitán. Sorprendido intentó coger el rifle pero con mi pistola, que por suerte la tenía encima disparé a Adolfo en el pecho, cayendo al suelo y con toda mi rabia lo rematé en su sien.

―Esta historia no la sabía Fernando―dijo sonriendo Jesús el Guardia Civil.

―Ahora por favor―levantándose con esfuerzo dijo.―Si me quieren seguir hasta la habitación de al lado de la entrada.

―Claro señor Fernando.

            Todos los presentes en ese momento se levantaron y siguieron al abuelo Fernando y dijo:

―Observen…En esta habitación que nosotros utilizábamos para guardar los utensilios de trabajo del campo, si se fijan―dijo Fernando tocando la pared con la mano.―Esta pared es más gruesa que las otras. ¿Lo ven? Señores y señora.

―Sí, parece un poco más gorda―dijo Jesús mirándosela de perfil.

―Pues es donde se encuentran Adolfo Rato y su acompañante muertos tapiados dentro la pared.

―¡Ostia! Es eso verdad señor Fernando―sorprendido Andrés, como todos los presentes.

―Madre mía, y ¿Están aquí desde 1936?―dijo Jesús.

―Sí, concretamente desde el 29 de abril de 1936―dijo Fernando un poco nervioso.―Están tapiados en vertical con todas sus armas y la ropa que llevaban.

―Pero la pistola que encontramos que era del Capitán Adolfo ¿Porqué no la tapiaron también?

―Nos la dejamos y no la vimos. Por esa razón mi hermano la escondió en el granero.

            El Cabo Guardia Civil, le preguntó a Jesús seriamente:

―¿Llamo a refuerzos para que quiten a los cadáveres señor?

―Sí, llámelos―ordenó Jesús y le dijo a Fernando.―De verdad que, ha esperado mucho tiempo para contarlo señor Fernando. ¿Cómo es que lo ha dicho ahora después de tanto tiempo?

―Me han diagnosticado un cáncer y el doctor me dijo que me quedaban pocos meses y por esta razón os lo he explicado.

―Se le va a tener que detener, pero creo que no le culparan de nada, por el tiempo transcurrido.

―Haga su trabajo Capitán, no espero ningún agradecimiento. Pero esos dos, no merecían esto. Sino algo mucho peor.